Regresión
La oscuridad se había hecho dueña
y señora de la espesura,
a pesar de que los rayos del sol
pujaban decididamente a través de la
intrincada maleza. Anhelaban, sin lograrlo, aportar un poco de vida
y calor a la rala grama que moría lentamente a orillas del arroyuelo
que acababa de vadear. Los golpes de su machete cortaban, sin piedad.
Las lianas quedaban en el sendero a sus espaldas, cual cementerio
desprolijo de culebras muertas.
¡Tenía que estar ahí! ¿Dónde sino? La habían buscado por
todos lados sin suceso, hasta lo tildaron de loco cuando mencionó la
cabaña como posible destino.
¡Ella no va allí desde niña! –le dijeron–. Está completamente
derruída. ¡Imposible penetrar la maleza!
Esos eran algunos de los comentarios que golpeaban su cabeza.
Por todas esas razones, y como la conocía, pensó que podría ser su
paradero. Por un momento supuso que sería fácil cerciorarse.
¡Qué error el suyo! No imaginó las condiciones en que encon-
traría el bosque. Creyó que solamente un loco podría emprender
tremenda búsqueda.
Trató de razonar como ella. Si las fuerzas le fueron suficientes esta-
ría allí. De todas maneras nunca en su vida le había importado nada;
menos ahora, que sus días estaban contados y acababa de descubrir
su cruda realidad. Sabía que a nadie se le ocurriría buscarla en aquellugar.
María Rita demostraría al mundo que siempre había sido dife-
rente y original. Tantas mujeres para amar en el mundo y había sido
ella particularmente quien le había ganado el corazón.
Todo vestigio de belleza que otrora ostentaba el viejo sendero había des-
aparecido. El monte se cerraba, porfiado e impasible, a su paso. Se le
hacía casi imposible, la demencia de penetrar la agreste maldición.
Pero si realmente estaba donde él pensaba,
¿cómo habría logrado entrar siendo una mujer débil, enferma,
con pies descalzos, vestida apenas con atavíos de hospital?
Las laceraciones en sus brazos le hacían sentir que él mismo moría,
suspiro a suspiro, latido a latido pero pudo avanzar unos cuantos metros.
Cuando acabó de cortar el último bejuco y antes de salir a la arena
de la costa los restos de la cabaña aparecieron por fin ante sus ojos.
Las ramas trepaban sin piedad, asfixiando la garganta de cada
tabla que habían usado los pescadores en su construcción. La línea
del mar distante aparecía azul como la hoja de un cuchillo. Los ves-
tigios de madera, se pudrían al sol tratando de mantenerse de pie,
borrachos de sal y viento.
El hombre rodeó la agrupación de troncos y palos. Solamente
una ventana sin vidrios estaba aún en su lugar, pidiendo a gritos que
alguna tempestad terminara con la pesadilla de ser parte de algo que
ya no existía. Se encaminó tambaleante por la arena mojada y quitó
los restos de atados de paja de la puerta. Gusanos grisáceos no le que-
rían dejar entrar, cual guardianes de desolación y muerte.
Al ingresar en un rincón mohoso, cubierto de telarañas… la vio.
Estaba en cuclillas, con los pies ensangrentados y ojos desorbitados.
¡María Rita, mi amor, te vine a buscar!
¡No me diga mi amor, soy una niña. No me llamo María Rita,
ni sé quién es usted!
Como el médico lo pronosticara, su mente ya había partido.
Está bien, está bien, pero tenemos que irnos de aquí.
Mi mamá y mi papá me dejan venir a jugar a las muñecas. Yo
no sé quién es usted. Ellos no me dejan hablar con extraños.
Al verla impávida, una tremenda pena ganó su corazón e hizo un
esfuerzo para no llorar.
Pero haré una excepción– Se tomó unos segundos, pensando lo
que iba a decir –¿Quiere jugar conmigo?
Dejó el machete en el suelo y se sentó a su lado.
Juguemos un ratito y luego partiremos ¿De acuerdo?
De acuerdo, pero cuando nos vayamos, al gigante muerto lo
dejaremos aquí, ¿verdad?
Un escalofrío recorrió su columna vertebral.
Claro, a él no lo podemos llevar con nosotros, se quedar aquí.
¡Cerremos los ojos un instante y contemos hasta diez, antes de
empezar el juego! –dijo con voz melosa.
Obedeció ciegamente a la mujer que amaba.
Uno, dos, tres…
Era tanto lo que la quería, que en ese momento pasó por su mente como un
relámpago la frase que rondaba allí desde que comenzó la búsqueda.
Lo que más deseo es llevarla a casa para morir a su lado.
No tuvo tiempo. Supo demasiado tarde quién era el gigante muerto.
El fatal machetazo segó su amor para siempre.