Esquirlas
Atlanta había amanecido con el cielo encapotado.
El estúpido de pelo blanco con cara de mamarracho, que pro-
nosticaba el tiempo en el noticiero de la mañana,
había augurado
lluvia para los próximos tres días. Jamás le acertaba pero ese día,
cualquier persona podía saberlo, bastaba con mirar los nubarrones
negros y amenazantes.
El tiempo en complot con el desamor, no ayudaba para nada a
calmar los ánimos en aquella mañana.
¿Pero no me entendés? Sabés que no quiero hablar más. ¡Dejáme en paz!
¿Por qué me decís eso? ¿Cómo que te vas? Ahora me lo decís
después de todo el tiempo que hace que estamos juntos. Pero decime
¿vos que crees que yo soy un trapo que tirás a un rincón y asunto
terminado?
¡Calláte! No tenemos nada mas que hablar. Te lo dije tantas
veces. Esto tenía que pasar. Es la última vez que discutimos. Me voy.
¿Entendés?
Pero… ¡paráaa!
No te puedo escuchar más, ni mirarte a la cara. ¡Me voy!
Agarró su bolso y emprendió hacia la puerta.
Ella se le tiró encima, empapada en transpiración y llanto.
Por más que quiso evitar su partida, fue inútil.
Él empujándola hacia un costado, cerró la puerta de un golpe.
Dio por terminada la discusión, y por ende, su vida juntos.
Ella se asomó y le gritó:
¡Te vas a arrepentir!
Sacudió la cabeza sin voltear, levantando la mano, con aquel
gesto tan suyo cuando alguien o algo dejaron de importarle.
¡Me dejás con todo! Las cuentas de la casa, del auto, el prés-
tamo del banco y te mandás mudar con tu amante. ¡Ya vas a ver,
desgraciado!
Quedó tirada en la cama, llorando, como si su desolación pudie-
ra retornar a aquella persona, con la cual había compartido quince
años de su vida. Pensó que la punzada que tenía en el corazón se
mantendría allí por mucho tiempo. El maquillaje se le había corrido
y al mirarse al espejo, no se reconoció. Jamás nadie la había visto así,
incluyendo ella misma. Trató de razonar los pormenores en vano. El
desenlace ya estaba sobre el tapete. Acariciaba los diseños en relieve
de la colcha que le había regalado su suegra.
¡Vieja del diablo! Nunca me quiso y estoy segura de que la colcha está maldita.
La mujer se levantó, arrancó el cubre camas del lecho y lo tiró
hecho un ovillo en un rincón. No quería nada más de ellos en su casa.
Se sintió feliz al desprenderse de algo que nunca había sido ofrenda-
do con cariño. Supo que ese día jamás lo olvidaría.
Pasaron las horas y el llanto de ella fue cediendo. La carta en-
contrada en el bolsillo del saco de Horacio había sido el detonante
de aquel descenlace.
¡Qué mentirosos eran los hombres!
Horacio se había salido de su rutina. ¡Ahora entendía! Llamadas
sin respuesta del otro lado de tubo, llegadas tarde en la noche y aquel
perfume impregnado en el cuello de la camisa.
¡Sin explicación, como tantas cosas tuyas!
Pasaron tres días y ella se sentía cada vez mejor, o peor. No lo
sabía realmente ¡Y lo extrañaba tanto!
¿Cómo lo quitaré de mi cabeza?
Horacio el viernes salió temprano. Miró su reloj, no eran las cua-
tro todavía. Presuroso se encaminó a darle un beso a la que le dio la
vida como siempre. Tendría media tarde del viernes, más todo el fin
de semana para pasar con su nuevo amor. Esto lo regocijaba.
Había olvidado su llave y tocó timbre. Nadie respondió.
Probablemente estaba durmiendo su siestita de todos los días.
El hombre hurgó en la maceta, maldiciendo el ensuciarse las
manos con tierra. Manías de su madre de enterrar la llave de emer-
gencia. Sopló para limpiarla. La puso casi sin mirar en el cerrojo y
la puerta abrió como una seda. Asomó su cabeza en el marco de la
puerta y la vio dormitando como todos los días en su mecedora, al
sol de la ventana.
Pensó no despertarla. Estaba frío y ese era un momento
que ella disfrutaba. Siempre mencionaba que las siestas le gustaban
más que las noches. Se arrimó con cuidado. Estaba profundamente
dormida. Decidió entonces cerrar la ventana. Vio en el piso unas
esquirlas de madera bajo la mecedora. Al intentar subirle la manta
reconoció los diseños en relieve.
Un escalofrió recorrió la espina dorsal de Horacio y su corazón
no soportó ver la hoja de la cuchilla atravesando la garganta de su madre.